Autobiográfico, quizá por ello menos interesante.
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¿En dónde estará?- se preguntó conmovido-, si veinte años es nada cinco son un segundo.
Aferrado a este pensamiento voló por la ciudad hasta la vieja casa de juventudes, listo para entregarle el brazalete que nunca se atrevió. El aire del lugar le resultaba un poco incomodo, pues tenía aquella vieja familiaridad que causa un leve mareo, y luego la resurrección de pensamientos antiguos. Mareo, hormigueo desteñido y mal curado.
De traje entero y perfumado, el joven F. llegó frente la puerta de la casa con la cajita negra del brazalete en la mano. Al encuentro le viene un zaguatillo, rabo de chilillo, dientes no más gruesos que el conjunto del hocico. Furioso, con la valentía que sólo los animales de origen desconocido conocen, se acerca con escandaloso ladrido.
Frente a frente, de igual a igual, dos seres que desconocen su origen se enfrentan ahora en silencio. Como si reconocieran en el rival la esencia propia.
El ritual dura poco, pues tímidamente se asoma a la puerta de la casa una niña pequeña que con su bella inocencia capta la atención de ambos. El perro menea la cola y regresa a la casa al lado de la pequeña, mientras que desconcertado, el joven F. intenta descifrar la familiaridad de ese rostro.
Tras la niña se asoma una mujer ya mayor, al menos en apariencia, con otro niño en brazos. Se asoma y detrás de los llantos de su hijo y de nuevos ladridos del perro, intenta que se le escuche su voz enmohecida.
¿Qué se le ofrece?-preguntó.
Al joven F. no le resulta nada cómoda la pregunta, el mismo se la formuló cuando llegó ahí, cuando respiró ese aire, en el silencioso enfrentamiento con el rabo-chilillo, en los ojos temblorosos y la cara curtida de la niña. ¿Qué se me ofrece, qué busco de todo esto, qué hago aquí?
Le pareció que no era a él a quien le pasó todo esto, quién dijo que estaba ahí para hablar con ella, no podía recordar que en efecto él había sido quien entraba a esa casa luego de años, que hablaba con ella de sus viajes, de sus desventuras, de los ratos felices con otras personas y de cuánto anheló por fin estar ahí y entregarle ese brazalete que guardó por años en sus distintos armarios, sólo para ella.
En efecto, no fué a él a quien le sucedió. El hechizo de su imaginación se rompió cuando ella de alegó que en esa casa eran protestantes, que no aceptaban proselitismo religioso de otras creencias; y cuando sacó el brazalete de inmediato le replicó que peor aún si era para vender joyería barata, pues ella no tenía tiempo ni dinero, y su marido vendría pronto y no le gustaba que hablara con extraños, así que era mejor que se fuera, porque...
En fin, eso sucede cuando uno trata de revivir muertos. No se puede cosechar lo que pudo haber sido y no fue en su momento. No se puede, y a veces cuesta comprenderlo.