¡Qué sé yo que voy a hacer!- le dije -Sólo quiero dejar pasar las horas. Nada más. Porque no se me ocurre qué más hacer...
Sonrió. Ella siempre sonríe cuando no sabe qué decir. O cuando sabe muy bien lo debe decir y no quiere hacerlo, porque prefiere que yo lo descubra por mí mismo. Es un juego un tanto cruel, porque prefiere que yo mismo descubra las respuestas que ella conoce de antemano, pero prefiere dejar que me quiebre la cabeza cuando me niego a ver lo obvio.
¿Y entonces? - le pregunto de nuevo- ¿Qué pensás?
Silencio, otra vez. Doy un sorbo a mi café, que ya se ha enfriado. Me pierdo mirando la gente que huye de la lluvia, y la calle queda vacía. Sólo uno o dos señores de traje, con sus paraguas negros se atreven a cruzar el río en el que se ha convertido la avenida. Entonces (me) respondo:
Puede que todo sea lo que sea que tenga que ser. La verdad no importa, me quedo con el derecho a soñar; sí, a soñar incluso con todos los riesgos que conlleva una acción tan subversiva. Y si al final declaran soñar como una actitud "políticamente incorrecta", me levantaré sonriente y asumiré que soy el más culpable de todos.
La lluvia se ha ido, y de vuelta quedo yo sólo, frente a la taza de café frío, empapado, como un extraño ante los transeúntes, pero con una alegre ansiedad que no me cabe en el pecho.