Siempre llega un momento en el que la vida da uno de esos giros, una vuelta que nos despierta el vértigo y hace que algo se encoja adentro. Hace cuatro días me volvió a suceder. O bueno, para ser preciso me sucedió por primera vez de una forma diferente.
Me vi recogiendo encargos, dando vueltas por una calle que transitaba a diario hace muchos años. En ella el viento, el cielo oscuro, el bullicio eran los mismos de entonces. Sin pensarlo mucho estaba ya ahí: de pie en la esquina, apoyado en un poste de alumbrado público, con la mirada fija hacia arriba. Miraba el segundo piso del abastecedor Santa Cecilia, las enormes ventanas tenían las mismas persianas con las que batallamos en las mañanas, las paredes la misma pintura y la esquina en su conjunto el mismo olor a calle vieja.
Mirando así mi antigua casa, mi enorme viejo reino, no pude evitar las ganas de saludar al pasado. Caminé hasta el abastecedor para ver a Don Mario, el pulpero del piso de abajo, que con una sonrisa nos reclamaba por la mañana el ruido que hacíamos en la noche; jóvenes todos de hormonas alborotadas.
Dentro mío algo inquieto me hacía temblar el paso, una extraña ansiedad me recorría las manos y solo me preguntaba si no estaría reabriendo mis heridas cerradas. Lentamente me acerqué al abastecedor y al estar en la puerta entré casi de golpe. Ahí estaba, en medio del pasillo frente a la caja, pensando qué decirle a Don Mario, preguntándome si me recordaría, deseando que me preguntara por mi expareja, por mis amigos, adivinando cuál será su reacción ante mis respuestas, imaginando qué anecdotas recordará de nosotros.
Miles de imágenes, cientos de historias me pasan por la mente y solo puedo apresar unas cuantas pues quiero mantenerme en pie y sereno, esperando que aparezca el viejo Mario. Espero verlo igual que antes: grande, grueso, de bigote gracioso, casi calvo.
Frente a mí aparece una señora delgada, con el pelo teñido en un rojo casi violeta, de gafas y es asiática. Me mira desconcertada desde que entré de un salto al abastecedor y se decide a preguntarme "qué deseo" en un español terrible.
Su pregunta me toca más de lo que ella supone, y yo la repito para mis adentros. ¿Qué deseo en realidad? ¿Por qué vine hasta acá? Miro a mi alrededor y todo es lo mismo, creo que solo noté que ya no está el estante con las "alcancías de chanchitos de barro"; balbuceo un poco y le respondo con dificultad "eh, este, sí, creo que... no, bueno, no importa, un fresco", mientras termino de entender la situación.
Ella mira el refrigerador con las bebidas, yo lo miro también, la vuelvo a ver a ella y con sus ojos me interroga si no voy a caminar y tomar la el refresco; me da a entender con un gesto que ella no me lo va a alcanzar. Reacciono y camino rápido, tomo el primer refresco que encuentro y regreso a la caja, mientras siento cierta responsabilidad -o necesidad- de explicarle a ella qué hago realmente ahí.
"Don Mario ya no está aquí, ¿Cierto?", le pregunto mientras pago. Ella me contesta siempre con ese español característico de los chinos de supermercado, que "Don Mario ya no está, no está. Hace mucho no, se fue".
"Es que, yo viví ahí arriba. Hace muchos años. Solo pasaba para saludarlo, pero bueno, ya no está". La china, con indiferencia, mira hacia el mostrador para recalcar que ya me entregó el cambio y me vuelve a ver. Pregunta si deseo algo más. Doy las gracias y me voy.
Mientras tomaba mi refresco, mientras caminaba lento por el viejo barrio, tuve que detenerme. Sin pensar mucho, miré hacia atrás y ahí estaba, mi vieja casa, mi viejo reino. El lugar donde fui infinitamente feliz, infinitamente miserable. El lugar en el que mudé de vida 3 veces, en el que inicié un viaje de muchos años que hace muchos años también ya terminé.
No caminé nostálgico, no me sentí melancólico. No me invadió del deseo de volver. Únicamente sentí cierto placer por el recuerdo, cierta alegría de haber vivido tanto en tan poco tiempo. Hoy, puedo decir que ese día no estaba abriendo viejas heridas, únicamente quería jugar a recordar con un viejo amigo.