Llamé a Alberto esa noche. "Cabrón, ¿dónde está?". Al otro lado de la línea, me contestaba con voz ronca y un tanto entrecortada, ganando la batalla por sus cuerdas vocales al sueño, logró articular una frase completa y coherente "¿Qué pasó? Son las 3 de la mañana".
Media hora después, estábamos en el bar de la esquina en el centro. Realmente era un café de los que atienden veinticuatro horas y venden cerveza, cerca del parque de las palomas.
La noche se mantenía fresca, con un viento que empezaba a anunciar la llegada de diciembre, mientras que por el día aún las lluvias recordaban que el tardío invierno de este año se negaba a renunciar fácilmente.
-Contame, entonces ¿Qué sucede?
-Si yo supiera, no estaríamos acá.
-¿Me llamaste para jugar a los acertijos conmigo?
-No, no. En realidad no sé ni porqué te llamé. Era el único número que me sabía de memoria.
Tomamos un café. Luego siete cervezas para mí y cinco whiskys para él. En algún momento debimos salir y terminé frente a mi casa viendo amanecer.
Intenté abrir la puerta, pero la llave se me resistía. Desde adentro, giraron el mecanismo de la puerta y empujé para abrirla. La niña de abrigo azul corduroy estaba en el sillón leyendo.
Ya no tengo un balcón, ni una sala grande, entonces ella pasa más tiempo leyendo o meditando.
La saludé como de costumbre y como de costumbre no levantó ni la mirada. Caminé hasta la cocina y me preparé un café, mientras le comentaba la última anécdota de Alberto. a sabiendas que no me pondría atención.
Me serví una taza del café y encendí un cigarro, mientras me sentaba en el otro puesto. Ella seguía leyendo, sin prestar atención a ninguno de mis movimientos.
Me quedé dormido sin acabar el café.
-No puedo confiar en nadie. Creo que ni siquiera puedo querer a nadie.
Me despertó una llamada anónima y aún no sé si soñé o si era real la voz que me decía dos frases por el teléfono.
Me invadió el vacío, desde adentro sentí como si fuera una gran bolsa de agua que explota y de golpe se vacía. Luego el silencio. Miro el reloj en la pared y ya son las siete de la noche.
Me calzo el sombrero para la lluvia y tomo mi paraguas, mientras busco los pocos cigarros que me quedan en el bolsillo para salir de nuevo sin rumbo cierto.