Luego de la tercera ronda le conté.
-Mirá Al-ber-to: las chicas tienen ese qué sé yo histérico, que cuando les da por reir no ríen para satisfacer el impulso de reír que vos y yo tenemos. Sino que lo hacen para burlarse de esa cosa que les nace en la boca del estómago y que les hace menear así la cabeza. Estoy seguro que no lo entendés, pero así es. Es pura histeria. Yo odio esa histeria, pero me mata la curiosidad.
-No. No entiendo.
-Bah, tranquilo. Solo te estoy utilizando para desahogarme.
-Bueno.
Un par de días antes, ella y yo nos encontramos solos en las escaleras de la funeraria. Subíamos rápido, pues así es su paso.
-Tomá -le dije con disimulo.
-¿Qué es eso?
-Una flor, ¿Las conoces?
-¿Para el muerto?
-No, para vos.
-No me jodás.
-En serio. Ya te dije, andaba en la floristería para encargar el arreglo del muerto. Y te compré una flor.
-Uno no anda regalando flores en los funerales. A menos que sea el muerto.
-Mmm... Entonces me traés muerto.
-Ese es el peor piropo que he recibido.
Esa noche cuando regresé a mi casa, la chica del abrigo de corduroy azul me esperaba en el balcón. Abrí la puerta, llegué al balcón. Encendí un cigarrillo a oscuras y me paré al lado de ella, mirando la calle en actitud similar a la suya.
-¿Qué mirás? -le dije.
-¿Cuántos callejones solitarios conocés? -su manera particular de preguntar cosas que nunca entiendo.
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