La noche que Griselda y yo nos separamos, ella exigió la patria potestad de nuestro único ser vivo en común: un pequeño perro cuya suerte mejoró desde que lo rescatamos de la calle. La exigió con mucha propiedad, pues tenía la certeza que los culpables cedemos ante el peso de las faltas cometidas.
Seis meses después, tocaría mi puerta con el pequeño perro en mano y se iría para siempre de nuestras vidas. O eso creíamos hasta hace unos días, cuando luego de un par de años decidió reaparecer pero esta vez como un ente extraño y formal, que me escribe correos electrónicos para saber sobre nuestro divorcio.
Así que para el bien de todos y luego de mucha reflexión, decidí apersonarme al juzgado de familia, para exigir la conclusión de un largo proceso de recuperar mi soltería legal.
La tierra lejana y prohibida de los juzgados de familia, son quizá uno de los lugares del mundo donde más temor me da entrar. Llegué una tarde de enero a las puertas del enorme edificio donde reside en teoría la justicia. Las puertas de vidrio reflejaban un inusual clima frío en enero y la llovizna me empapaba los lentes.
Subí las escalinatas de la entrada del edificio y un oficial me miraba de reojo, con una gran escopeta en las manos. ¿Hacia dónde se dirige? Preguntó a secas. Repetí mecánicamente y sin un acento determinado lo que la abogada me dijo que repitiera “Soy parte en un proceso de divorcio, pero ya son más de seis meses y necesito saber porqué no se ha resuelto”.
No puso tanta atención a mis palabras como a examinarme de pies a cabeza, pero detuvo su mirada en el libro que llevaba en mis manos. “¿Usted lee eso? No me extraña que se hayan querido divorciar de usted. Pase y pregunte en la ventanilla de información”, y abriendo la puerta me metió casi a empujones dentro del edificio. Sentí como si la justicia me hubiera engullido.
Un poco desconcertado por las palabras del oficial, caminé hasta la ventanilla con un vistoso rótulo que decía INFORMACION. Detrás del escritorio, una joven atendía el teléfono y anotaba algo en un papel. Saludé amablemente pero sólo conseguí que me mirara de reojo, levantara la mano y me hiciera un gesto para que esperara. Pasaron quince minutos hasta que terminó la llamada y me miró directamente, pero con un gesto en la cara de pesadez. Le repetí la frase que aprendí sobre mi trámite, mientras ella también me analizaba de arriba abajo. “¿Cuál trámite?” dijo luego de una pausa, así que le repetí mi frase y sin dejarme terminar dijo “Segundo piso, mano izquierda… ¿Ese libro es suyo? No me extraña que esté en un proceso de divorcio” y sin prestarme más atención volvió a tomar el teléfono.
Para llegar al segundo piso, primero hay que pasar por un escáner de metales y dejar que el bolso sea inspeccionado con rayos X, cuestiones de la seguridad pues no vaya a ser que algún sujeto con armas o explosivos quiera atentar contra la justicia. Así que me presenté ante el oficial encargado de las requisas, un tipo grande mal encarado y de bigote vacilón. “¿A dónde se dirige?” Nuevamente repetí mi frase y me interrumpió para pedir qué oficina me había indicado la recepcionista. Aclarado mi destino dentro de las entrañas del edificio de justicia, me pidió dejar todo objeto metálico y entregarle mi bolso para su respectiva inspección.
“¿Puede enseñarme lo que trae dentro del bolso?”, indicó. Sin ningún temor lo abrí y dejé que inspeccionara cada compartimento. “¿Ese libro es suyo? No me extraña que esté en proceso de divorcio. Puede seguir" y me despachó sin darme mucha importancia.
Subí las escaleras hasta el segundo piso, y al final del pasillo izquierdo pude leer el rótulo del juzgado de familia. Tomé la ficha 98 y por casualidad había un asiento vacío, pues atendían en ese momento la ficha 83.
Para pasar el tiempo, leí un poco más de mi cuestionado libro. El personaje estaba rodeado por seres alados con cabezas de caballo, pieles escamosas y resbaladizas; en medio de una inmensidad helada, cuando un grito me sacó de mi lectura. “¡Muchacho! ¿Va a pasar o no?” y la gente molesta a mi alrededor, me miraban impacientes. Me disculpé y me levanté rápidamente.
“¿Cuál sería su trámite?” y contesté la misma retahíla sobre mi parte en el proceso de divorcio. La funcionaria que me atendía digitaba mis datos en la computadora sin prestar mucha atención a mis palabras, miraba mi cédula y la pantalla alternamente. “¿Un divorcio?” preguntó. Le contesté que sí, que tenía ya varios meses de estarse tramitando. “Con ese libro que anda en la mano, no me extraña que se haya divorciado. Vea, el expediente fue enviado al juzgado sur de la capital. Así que le corresponde ir a preguntar allá”.
Cuando quise preguntarle más, ya tenía a la señora de la ficha siguiente encima, sacándome de la silla y exigiéndole a la funcionaria que le resolviera de inmediato no sé cuál trámite.
Salí del juzgado y bajé las escaleras un poco confundido aún. Desde el inicio sabía que esto era una mala idea, y cuando digo “esto” me refiero a todo lo del matrimonio. Llegué a la acera y busqué la parada del autobús con la mirada. Frente a mí estaba un indigente al que era imposible olvidar: lo conocí hace casi diez años, justo en el momento cuando inicié mi relación con Griselda. Él nos amenazaba para exigirnos comida y en una ocasión estuve a punto de vengarme pero ella me detuvo.
El sujeto también me reconoció, se acercó y burlonamente me saludó. Preguntó, como era de suponerse por ella, y le conté más por inercia que por ganas de confesarme el motivo de mi visita a la justicia. Siempre con su pesadez burlona dijo “No me extraña que se esté divorciando, con solo verlo lo imaginé” y así nada más se fue gritándole a los policías y pateando carros por la acera.
Esperé el autobús. Soplaba un viento muy fuerte y frío. La llovizna no había cesado y en el cielo, frente al edificio de la justicia, un arcoíris desafiaba la tarde.
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