Llegarás un día a pensar que es buena idea visitarme, pensarás que hace tiempo no sabés nada de mi vida y que como amigos, tenés cierta responsabilidad por invitarme a un café o a una cerveza. "Total, pasamos buenos ratos que se pueden recordar con afecto", te dirás.
Y vendrás a esta casa, con unas latas en la mano tocarás al timbre del número seis. Ansiosa, indecisa, la espera se te hará una vida. De la puerta abierta saldrá un chica pequeña, de simpáticos anteojos, un poco castaña. La mirarás desconcertada y ella a vos, y no sabrás que decirle.
Ella te preguntará tímidamente en qué te puede ayudar, con esta pregunta te sacará de tus pensamientos que te habían hecho olvidar que todavía estás frente al portón del edificio.
"Descuida, me he equivocado de calle", le dirás con una sonrisa nerviosa. Le darás las gracias, te disculparás de nuevo y te irás sin entender bien, si esa ansiedad en el estómago es porque me crees feliz o porque te niegas a pensar que eso no te lo esperabas saber.
La chica de los lentes volverá a su apartamento, sonriente y extrañada también, retomará sus libros de química y en pocos minutos dejará de pensar en la cara tan extraña que pusiste.
Mientras tanto yo estaré sentado en mi colchón al ras del suelo, entre sábanas que algún día te dieron calor; pensado que tal vez una tarde me llegarás a buscar, y no me encontrarás. Estaré en esa esquina prestada de una sala o de un garaje, pensando que si llegas a tocar el timbre y te vas sin preguntar más, nunca sabrás que no conozco a la chica castaña y pequeña de los lentes raros, y que hace mucho tiempo me desalojaron de lo que un día fue nuestra casa por falta de pago.
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