Durante un año se presentó a mi puerta, puntalmente cada quincena a entregar un ultimátum.
"Es posible que esta sea la última vez que sepas de mí. Es posible, es muy probable, que me canse definitivamente y regrese a mi casa, a mi vieja vida." -se leía en su carta cada mes.
La tarde que esperé que llegara por un café, no fue nada excepcional. Una tarde fría como todas, oscura como es la rutina en esta montaña. Sin embargo, algo en el aire me parecía que había cambiado. Una sensación inexplicable de algo roto. No sé realmente si era el aire o era dentro de mi pecho donde nacía ese sabor metálico de derrota que inundaba el cielo.
Cada mes, tras recibir el ultimátum la perseguía como un loco por todas las esquinas en las que decidía esconderse. Le dejaba cartas larguísimas, le dejaba flores en las esquinas que sabía ella recorrería a la mañana siguiente, le mandaba versos adornados con los nombres de poetas ficticios, le declaraba mil teorías sobre cuán posible y necesario era el amor.
Pero esa tarde tuve un mal presentimiento. "¿Y si sólo por una vez, imagino la situación inversa. Imagino que soy yo quien le digo que estoy a punto de mandarlo todo al carajo y volver a la casa vieja, al lugar de donde salí, al regazo muerto de mi vida pasada?" -pensé sin saber que desataría un torbellino capaz de volarme las palabras, capaz de llevarse mis llaves, de revolver mis entrañas.
Luego de ver tal desastre, decidí sentarme y esperar que volviera. Esperar como siempre, esperar como lo he hecho durante un año. Sin embargo, el mal presentimiento no mermó, sino que cada hora, cada paso que doy dentro de esta fría casa parece hacer más grande este triste presagio. Y lo que sucede cuando los presentimientos crecen así, todo el mundo lo sabe: niegan su propia esencia y se vuelven terribles realidades.
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