Efectivamente, esa noche llegué un poco tarde a mi casa. Como sabrán, en los últimos meses tengo la terrible costumbre de sobrevivir a base de comida congelada: todo lo que se pueda congelar (o comprar congelado) y después sólo calentar, o freír se convierte es la piedra angular de mi alimentación.
Abrí el congelador para sacar algo rápido y por lo tanto no sabroso, pero entre las tortas de pollo y el whisky malo me encontré una masa de hielo un poco informe. Dejo la puerta abierta, y desde el desayunador me siento a mirar tratando de recordar qué carajos fue lo que metí ahí. Mientras pienso, decido hacer un poco de café, y cuando estoy terminando de encender el aparatejo ese, siento una voz que me dice "hola" por la espalda.
Conozco esa voz, estoy seguro que la conozco. Me vuelvo extrañado hacia el congelador y ahí está: la pelota de hielo medio desecha y de ella sólo se asoma una cabeza sonriente. "Claro, cómo me había olvidado de este personaje", pensé.
-Este... ¿no va a saludar?
Creo que no es necesario describir mi gesto de cansancio. Tomé asiento y lo observé fijamente. "Me sorprendió por un momento", le contesté.
-¿Cuánto tiempo ha pasado? Sabe, no siento el cuerpo, ¿no me puede ayudar a salir de aquí? No sé, pero imagino que bastante tiempo, digo, a juzgar por como ha crecido su barba. ¿Usted no se afeita muy seguido, verdad? No lo tome a mal, sólo es una observación casual, no es por criticar...
-Claro, observación casual... ¿Sus otros clientes nunca le han hecho la observación casual de que usted habla demasiado?
-Pues viera usted que no, pero un vez una cliente sí me dijo que a ella le gustaba que cuando la besaran...
-Mire, era sólo un decir, no me interesa la historia, gracias.
Me levanté a servir café. Saqué unas galletas de la alacena y me senté nuevamente.
-¿Y bueno? - Me pregunta el bicho semicongelado.
-¿Y bueno qué?
-¿Me ayudará a salir de aquí, cuánto tiempo a pasado?
En este punto, debo admitir que tuve dos sentimientos un poco contradictorios. Por un lado, al tener que pensar qué hacer con el famoso beso, y verlo ahí a la espera de mis decisiones y antojos, me sentí bastante satisfecho; pero eso me dio bastante miedo de mí. Es decir, me dio miedo mi cara de placer...
Por otro lado, también hay que decir que me dio lástima ese pobre servidor público, si se le puede llamar así.
-Han pasado, no sé, unas tres o cuatro semanas. Y la verdad, fue por casualidad que abrí el congelador. No me acordaba ya de usted. -le respondí mientras partía una de las galletas y sorbía mi café caliente.
-¿Eso qué significa?
-Significa lo que significa. La verdad no tenía pensado descongelarlo. Creo que me puede servir a futuro.
-¡No, por favor!, -dijo aterrorizado -¡Cuatro semanas!, en el trabajo me deben estar buscando, por favor, tengo esposa e hijos...
-¿Ustedes tienen esposa e hijos?
-Bueno la verdad no, pero me salió bien el papel, ¿cierto?
-Mmm... sí, la verdad casi le creo.
-Ahora sí le acepto la taza de café. La verdad, siempre he querido tomar café, pero como le decía nuestras políticas no lo permiten. Igual, en esta casa nada es como lo dice el manual; entonces no creo que a nadie le haga daño que me tome una tacita...
Ya tenía un brazo fuera del hielo, y con honestidad me empezaba a simpatizar este sujeto. La verdad, en algo tenía razón: toda la situación era bastante fuera de lo común, tanto para él como para mí.
-Hagamos algo, le sirvo un café si luego se toma un whisky conmigo.
-Yo no tomo, pero qué demonios, le acepto la propuesta. Sabía usted que un cliente en una ocasión, pidió que para su noche de bodas... -Interrumpió su historia, y me miró como pidiendo permiso para continuar.
Seamos claros, este beso es el último de los besos que me quedan de ella. Es la verdad, no sé si una promesa o una despedida. Por lo cual no lo echaré de mi casa, ni tampoco lo dejaré olvidado en el congelador. Siendo más francos, un poco de conversación no cae mal de vez en cuando en esta casa.
-Continúe su historia mientras le sirvo el café.
-¡Gracias!, bueno, como le decía, este cliente me pidió que...
Para no cansarles con el cuento, desde entonces duerme en mi escritorio, entre el reloj de arena y un pequeño bambú. Me alegra algunas noches con historias y ocurrencias muy distintas a las que acostumbro (creo que eso le viene de la mujer que me lo envió) mientras tomamos té y café con galletas.
Al final, todos deberíamos tener el derecho a un beso que nos cambie la vida, por lo menos un poquito.
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este sí
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