Sunday, December 23, 2012

Seis de la tarde

Explicarlo de una forma que no le fuera a generar un infarto a mi madre fue una tarea difícil. Igual no  logré que comprendiera cómo es que "la muchacha" (como le dice ella a las parejas que le he presentado), esa muchacha dulce y callada que conoció, podía ir en ese momento de paseo con su marido y al mismo tiempo envíarle saludos a ella desde el aeropuerto. Mi pobre madre, tiempos modernos pues. O creo que ya se convenció de que nunca entenderá a sus hijos.

-Ah, madre. Tranquila, ni lo trate de comprender. Y mejor no pregunte lo que no quiere escuchar, porque es una historia larga y no tenemos tanto tiempo desde su casa al centro de Heredia. Así que solamente le contestaré a ella que usted también le manda saludos.

Y debo admitir que la escena fue un poco más graciosa de lo que puedo o quiero contar. Los gestos, la complicidad de mi hermana, en fin.

Ya solos en el auto mi hermana, mi sobrino y yo; volvíamos hacia San José por unas apartadas carreteras heredianas. Fumaba yo, mi hermana conducía y cada uno pensaba en sus propias complicaciones de vida, mientras mi sobrino dormía. O bien, yo creía que cada uno pensaba en sus propios asuntos.

-Yo creo que ella lo que tiene es un semerendo desmadre en la cabeza. Creo que igual no sabe que es lo que quiere de verdad -dijo mi hermana sin apartar la vista del camino.

El comentario me dejó un poco desconcertado, pues era como si yo pensara en voz alta (de hecho llegué a dudarlo), pues exactamente eso atravesaba mi cabeza en ese momento.

-Sí, puede ser. Aunque creo que más bien... no nada, olvídelo.

Llegamos a San José, me despedí y caminé hasta la terminal. Eran casi las seis, pronto abordaría ella el avión y yo el autobus a mi auto exilio de unos días.

"Ese mensaje parecía una despedida" -me respondió por mensaje.

Mi respuesta fue más corta, y más sencilla. Total, la despedida la hizo ella cuando me dejó plantado por tercera vez. Nadie puede despedirse de quien prefiere huir, eso parece que lo aprendí por la mañana.

Cuando cerré los ojos, ya estaba acomodado en mi asiento y el autobus arrancó. Sentí el vaivén del motor, el olor de la gente, el ruido de las bolsas de plátanos fritos, y finalmente, en el radio sonaba "el ave maría" de las seis de la tarde.

"Ella está abordando el avión en este momento, yo el autobús. Ironías de la vida. Muchas preguntas y respuestas hoy tienen sentido", pensé.

Mi último mensaje le llegó, según la confirmación recibida. "Entonces no pudo o no quiso contestar. Buen viaje, amor, nos veremos por la vida, si querés".

Me dormí antes de salir de San José, no fuera cosa de pasar por el aeropuerto y que me de ansiedad mirar por la ventana y tratar de localizar el próximo avión a despegar.

Cuando llegué a mi destino, no hacía falta volver a explicarlo todo. Ya todo el mundo lo sabe, y quienes no, se lo imaginan. Digo, cuestión de redes sociales. Tampoco hace falta escuchar un "se lo dije", si total con una mirada de algún confidente basta para que yo termine admitiendo mis culpas. Entré en este juego absurdo con completo conocimiento de causa. Eso sí, debo admitir que el panorama no era tan claro como ahora.

Y finalmente, leo su mensaje en el correo. Escribo un par de líneas de respuesta, un poco errático, un poco decepcionado, un poco enojado, pero al final, con bastante poco ánimo. Es obvio que contra ciertas cosas nada se puede hacer (pero para causas perdidas, no hay nada como nosotros. Somos expertos).

Por la noche no queda otra cosa que hacer más que escribir un relato corto, y esperar. Tenderse en un sillón a mirar hacia la pared, que pasen las horas, que pasen los días y descansar. Tengo la impresión que en los últimos tres años he envejecido ocho.

Pero hoy, al menos hoy y en los días próximos, al carajo el mundo. Dejar que sea lo que sea. Total, lo peor siempre está por venir.

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