Sunday, December 30, 2012

Tradición

La última vez que la vi, llevaba el jeans azul medio acampanado, una blusa camisera blanca y ropa interior negra. Se levantó y se fue, como siempre, antes que su taxi se convirtiera en calabaza. O en chayote, depende la perspectiva de la zona horaria mundial.

-¿Te despedirás con un beso?

-Mi papá no me lo permite.

Era el ritual. Como siempre, en todo hay un ritual. Igualmente me besó, tomó el taxi que le llamé y se fue. No supe en ese momento que era la última vez que le vería.

De vuelta ya en mis asuntos, imaginé que tal vez debí contarle sobre la tradición familiar. No sé, simples pensamientos que tenemos cuando estamos solos. Absolutamente solos.

Algunos rehuyen a pensar cuando no hay nadie, supongo que por miedo a sus demonios. A los míos yo los endulzo con una copa, y después hablamos largo y tendido durante toda la noche. A veces ellos se quedan dormidos, entonces me toca pensar en otras cosas, como esa de la tradición.

"La verdad, es que ella está un poco acostumbrada a estas historias. No creo que lo tome mal", pensé.

En una ocasión, hablamos sobre un futuro imaginario, improbable. Yo era un ser al que le faltaba un poco la memoria. Ella me repetía con cierto cariño que ya había visto la película que siempre le preguntaba. Una película muy buena, por cierto. ¿Por qué no, en ese mundo lejano y futuro, contarle de la tradición?

Si fuera sólo por quien es ella, olvidándonos de la extraña y fatídica fantasía del alzheimer, ella ya conoce una historia de un ser similar al que tenemos dentro de la familia. Lo conoce por un escritor, es cierto, con sus fallas técnicas y guardando la distancia del caso.

Mi bisabuela fue la primera en contarme las extrañas actitudes de su esposo. Él tendía a ser un sujeto un tanto solitario. "Frecuentemente lo encontraba hablando solo", me contó mientras la acompañaba en el que fue su lecho de muerte.

"Lo peor fue luego de que murió. Me dí cuenta que Alberto (mi abuelo) empezó a tener las mismas actitudes", me decía.

La historia se remonta hasta épocas a las que no les he podido seguir la pista. Todas las historias tienen el mismo factor en común: el extrañamiento de la mujer ante la mirada pensativa del respectivo cónyuge, la manía de observar bajo la escalera, el balbucear un nombre extraño mientras se duerme, un nombre como venido de otras regiones, de otro idioma.

No sería preciso decir que fue alegre cuando a mí me tocó la suerte de que me siguiera el pequeño ser  a todas partes. De vivir juntos en todas las casas, y he tenido muchas por cierto.

Pero no quedaba más que hacerse a la idea que ha estado con nosotros durante muchos años. Muchos es sólo una forma de decirlo, para ponerlo en lenguaje sencillo. Porque aprendí que cuando tenemos bajo nuestra cama, o en la esquina más olvidada de la casa a este ser, el tiempo es distinto. Muy distinto. A algunos nos sucede que envejecemos un par de años más rápido desde que tenemos la responsabilidad (por decirlo de alguna manera) de conversar con él en las noches.

Lo que aún me causa cierta duda, es qué sucederá con esta criatura indefensa cuando yo muera. Es decir, dentro de la familia siempre hemos tenido una descendencia bastante prolífera. La mayoría a corta edad ya está procreando, valga la aclaración. Pero contrario a lo que la tradición nos exige, yo no tengo hijos. Ni los pienso tener, y eso es definitivo.

Por esto pensé que quizá ella debería conocer sobre la existencia de esta criatura con apariencia de algo roto. Porque es por todos sabido que las mujeres nos sobreviven a los que llevamos este apellido. Quizá ella le pueda buscar un nuevo dueño, quizá ella le hubiera podido sobrellevar hasta conseguirle un nuevo hogar.

Sin embargo, no fue así. Nunca tuve la oportunidad de comentarle el asunto, de contarle la inverosímil historia familiar. No tuve la oportunidad porque ya ha pasado mucho tiempo desde que la vi por última vez. Luego de esa noche, se fue con su blusa blanca y su ropa interior negra a no sé qué rumbos. Se fue y no se despidió.

No dijo ni una palabra. Yo me mudé de casa, porque donde vivía ya creían que estaba lo suficientemente loco como para no seguirme tolerando, y hay que guardar las apariencias.

Hoy no sólo convivimos en la nueva casa la criatura familiar y yo, sino que tenemos otro inquilino que vive entre el bambú con decoración navideña y el reloj de arena de mi escritorio. Ese me lo dejó ella, sin saber, la última vez que me visitó.

Esta casa se va poblando de nuevas criaturas. La verdad yo ya no sé a dónde va a parar esto, pero por lo menos tengo con quién hablar en noches como esta.

Lo que aún no me queda claro es qué será de estos seres cuando ya no haya nadie que les cierre la ventana porque hace frío.

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